Somos primates tribales, y así como algunas otras especies de animales, nuestra supervivencia ha ido de la mano de nuestra capacidad de vivir en comunidad. Nuestro cerebro está cableado para que vivamos y funcionemos en tribus. Nuestros bebés dependen de sus madres y familias por más largo tiempo que ningún otro mamífero y son a los que más tiempo les toma aprender a caminar. Sin comunidades nuestro desarrollo sería casi imposible, hoy seríamos una especie muy diferente, o estaríamos extintos.
Los monos, que son conocidos por tener desarrolladas vidas sociales, se organizan en agrupaciones de varias docenas de miembros. El tamaño de estos grupos es limitado, ya que para que el grupo funcione bien, todos los miembros del grupo deben conocerse bien. Así el tamaño promedio de cada manada varía de entre 20 a 50 miembros y cuando la cantidad de miembros sobrepasa cierto límite, el orden del grupo se pierde y el grupo se divide en dos. Una situación similar se puede encontrar en humanos también, donde la invención del lenguaje nos ha permitido formar agrupaciones sociales más grandes. Investigaciones sociológicas indican que el tamaño natural máximo de un grupo de humanos es de aproximadamente 150 miembros, ya que la mayoría de humanos es incapaz de conocer íntimamente a más de 150 personas.
Tenemos décadas de investigaciones que conectan la longevidad y el bienestar con la riqueza de nuestras relaciones interpersonales, e irónicamente vivimos en una época donde superficialmente estamos más conectados que nunca a través de tecnología, redes sociales y con perfiles de cientos y hasta miles de “amigos”. Pero a la vez estamos más aislados de nuestro origen, nuestras familias, nuestros vecinos y de nosotros mismos. Pareciera que el poder conectar con más personas más rápido, no ha incrementado la riqueza de nuestras relaciones.
Pero, ¿por qué? ¿Acaso no deberían los beneficios de nuestra conectividad ser mucho mayores? ¿No deberíamos estar más en contacto con nuestros vecinos y familia?
Al parecer vivir en comunidad tiene componentes que van más allá de poder enviar mensajes al otro lado del mundo a la velocidad de la luz, y de tener miles de amigos.
El problema comienza con la industrialización, dándole forma a nuestra sociedad moderna a través del consumismo. Donde el individuo es visto como un número y es valorado por sus logros personales, como tener una carrera, riqueza económica o su capacidad para consumir y su imagen personal. En un mundo donde el tiempo es dinero y en el que nuestro entorno nos presiona fuertemente a lograr más y más, nuestra sociedad se daña y se vuelve más demandante que nunca.
Y luego viene la tecnología, simple, optimista, siempre joven y siempre actualizada; Diseñada para volvernos adictos a sus redes sociales que nos permiten administrar nuestra vida social de la manera más eficiente. Sin embargo esta fantasía nos tiene coleccionando amigos como si fueran estampillas, sin distinguir la cantidad de la calidad, e intercambiando el profundo significado e intimidad de la amistad, por fotos y chats, que sacrifican conversación por mera conexión. Creando esta situación paradójica donde decimos tener muchos amigos cuando en realidad estamos solos.
¿Pero cuál es el problema con una conversación normal? Bueno, ocurre en tiempo real, y no se puede controlar lo que se va a decir, a diferencia de los mensajes de texto, emails o posteos, que nos permiten presentarnos como nosotros queramos, dándonos la oportunidad de editar y eliminar las partes que no nos gustan. En lugar de invertir en amistades reales, nos obsesionamos con promocionarnos a nosotros mismos. escogiendo el orden perfecto de palabras para nuestro mensaje y eligiendo las fotos en las que nos vemos mejor. De esta manera muchas personas pierden sus relaciones sociales y familiares en favor de un ideal, y es así como muchas personas en la actualidad se sienten más solos que nunca.
Antes de que toda esta tecnología nos atrapara, no había teléfonos celulares, había que llamar a la casa, donde no siempre encontraríamos a quien estábamos buscando. En aquellos tiempos tampoco había netflix, así que las personas salían en las tardes a caminar y sabían que en el camino seguro se toparían a algún vecino, que tendría algo que contar. La gente se reunía, se contaban anécdotas y hablaban de sus problemas, así mismo se ofrecían consejos, ayuda y apoyo emocional. Así las personas se conocían íntimamente.
Cuando las personas no se detienen a contarse sus historias, no se conocen. Cuando la gente no se conoce, no hay confianza, y sin confianza hay temor.
La confianza es necesaria para que haya apoyo. De hecho ha sido visto que en muchas comunidades tribales en África y la India las mujeres comparten las cargas de la maternidad. Mujeres más expertas comparten sus consejos y se reparten el cuidado de los niños para que otras madres tengan tiempo de hacer otras cosas o de descansar.
Así hoy en día tenemos industrias enteras dedicadas a vendernos lo que ya teníamos por derecho propio. Industrias como la de la seguridad y vigilancia, el cuidado de los niños y de los ancianos y la salud mental; son algunos de los problemas que en esas simples comunidades ya teníamos resueltos.
A partir de que nuestra sociedad se empieza a modernizar, con pantallas en cada hogar, que le empiezan a lavar el cerebro a los niños y familias con la idea de que todo lo que vale la pena tener, tiene que ser comprado y con ideales consumistas de cómo se ven el éxito y la belleza. Se empieza a gestar una disrupción masiva en lo que valoramos como comunidad, siendo una de las consecuencias, una migración masiva de personas del campo a las ciudades, en busca de mejores oportunidades. Así deteniendo la continuidad del legado de familias que por generaciones vivieron de la tierra, donde de repente muchos de los hijos de campesinos y finqueros se fueron a las ciudades en busca de trabajos de oficina. Dejando atrás tierras, que sin nadie que quiera o sepa cuidar de ellas, terminan pasando a manos de agroindustrias de monocultivos o de desarrolladoras inmobiliarias, cuyo objetivo es el de extraer la máxima productividad de la tierra, sin ningún sentido de cuido o afecto por estos lugares. Es así como muchos paisajes terminan siendo completamente transformados por personas que nunca han vivido en estos, y que no solo carecen de conexión alguna con el lugar, sino que tampoco entienden sus problemas y necesidades.
Para muchos esto no es un problema, de hecho muchos no estarían dispuestos a cambiar su comodidad por un duro trabajo de campo. Es esta situación la que nos vuelve cada vez más dependientes de corporaciones que se encargan de llevarnos los alimentos a casa. Y que genera una pérdida del sentido de pertenencia y de la conexión con la tierra. Cuando las personas y familias se encuentran constantemente en movimiento, viviendo en ciudades nuevas y diferentes a las de su origen, o en otras palabras, no donde sus abuelos y sus padres crecieron, donde los vecinos se conocen por generaciones, o donde la familia cultivó la tierra por tanto tiempo. Es entonces que resulta muy difícil involucrarse con los problemas del nuevo lugar, con el que no existe conexión alguna y que es potencialmente intercambiable por uno nuevo con mejores condiciones.
Sentir que uno pertenece a un lugar es necesario para sentirse directamente afectado por las situaciones que se viven ahí. Cuando hay un sentido de pertenencia nos involucramos con los problemas, porque es importante, porque nos afecta, porque de ahí somos y seguiremos siendo. Así, al desaparecer este sentido de pertenencia, se va volviendo cada vez más fácil para las grandes corporaciones tomar decisiones que afectan al ambiente y la comunidad con menos resistencia de ciudadanos que carecen de ningún vínculo entre ellos ni con su localidad.
Queda claro que las comunidades son una estructura social que se desmorona, y que es activamente atacada por el consumo masivo y la industria, para los que resulta sumamente lucrativo mantenernos separados, desconectados de nuestra tierra y nuestros vecinos; y así vendernos soluciones para un problema que estos mismos han creado. Hemos perdido la calidad de nuestra comida y la conexión con la tierra en que se produce. Perdimos la seguridad y la confianza en nuestros vecinos, así como el cuido y la intimidad de nuestras relaciones con ellos. Perdimos nuestra salud física y mental. Y estamos a punto de perdernos a nosotros mismos.
Hoy existen cientos de movimientos activistas para proteger a la tierra y el medio ambiente, pero que terminan siendo más de los mismos; organizaciones que viven de donaciones de corporaciones para alimentarse. Pretendiendo atacar el problema, pero no la causa. Con sus discursos en pro del medio ambiente, pero que al final del día solo forman parte del círculo vicioso del consumo masivo y de la industrialización.
Es fácil darnos cuenta que estamos metidos en un problema del que es imposible escapar, así como muy difícil de resolver. La dependencia que tenemos de este sistema es algo que viene gestándose desde décadas atrás. Y el daño a nuestras comunidades ya llega hasta su corazón, la familia. Entonces, cómo podemos pretender curar nuestras comunidades cuando las familias que las conforman han sido desmanteladas por generaciones.
Al final del día la verdadera revolución sólo puede ocurrir en cada uno de nosotros independientemente. Aunque pueda sentirse mínimo el impacto que puede hacer una sola persona, es solo reconectando con nuestras propias familias y cambiando nuestros hábitos de consumo, que podemos empezar a gestar el cambio desde lo más sencillo y esencial. No nos sirve de mucho gastar nuestras energías en organizaciones y manifestaciones cuando no tenemos una base sólida en la familia y en nuestros propios hábitos.
Para muchos reconectar con la familia puede sonar difícil, tal vez hasta imposible, pero la idea de una familia empieza con nosotros mismos, viendo hacia el futuro con la esperanza de dejar un gran legado a las futuras generaciones. Es el amor de la familia y el deseo de cuidar de ella el que puede ser el motor que nos mueva a buscar soluciones más saludables y óptimas para crecer. Y el motor que nos empuje a cambiar nuestros hábitos de consumo, tanto de productos como de medios. Y empezando por reclamar nuestra atención y nuestra conexión de vuelta, podremos entonces dejar de ser víctimas del mercadeo, para consumir conscientemente. Comprando productos locales hechos por personas a las que ojalá conozcamos, dejando de consumir cosas que no necesitamos y produciendo y preparando nuestros propios alimentos.
También ahora hay alternativas en donde conscientemente decidimos formar comunidades funcionales como el cohousing, que se han vuelto cada vez más populares en el mundo. El cohousing emerge como una esperanza, fomentando un sentido de pertenencia, comunidad y sostenibilidad. El cohousing representa un modelo de vivienda colaborativa en el que individuos y familias participan activamente en el diseño, gestión y mantenimiento de su vecindario, creando comunidades vibrantes e interconectadas.
En el corazón del cohousing se encuentra la idea de comunidad intencional. A diferencia de los vecindarios convencionales donde las interacciones entre residentes suelen ser limitadas, el cohousing fomenta conexiones sociales a través de espacios compartidos y actividades colectivas. Instalaciones comunes como cocinas comunitarias, jardines, talleres y áreas de recreación, que sirven como puntos focales para la interacción, alentando a los residentes a colaborar, compartir recursos y apoyarse mutuamente.
Así empieza esta revolución, y así como le tomó décadas traernos hasta este punto, puede que nos tome algunas décadas sanar. Hoy podemos elegir ser el inicio del cambio que nos lleve a un balance, donde nuestra tecnología y nuestra economía sean verdaderas herramientas para nuestro desarrollo. Y que un día volvamos a tener comunidades vibrantes y libres, en las que podamos vivir con salud y con seguridad.
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