La pelota invisible y la bomba interna
- Enrique Herrera
- 17 abr
- 4 Min. de lectura

Hay un juego que jugamos todos, aunque no siempre nos damos cuenta. No se juega en una cancha visible ni requiere uniforme, pero sus reglas son implacables. Es un partido que ocurre en nuestras relaciones, nuestras conversaciones, en cada pensamiento que apunta hacia afuera. Y aunque parezca un juego con otros, en realidad, es un juego con nosotros mismos.
Es el juego de las proyecciones.
Imagina que cada vez que alguien te incomoda, te frustra o te duele, estás en medio de un partido de básquetbol. Pero aquí no se trata de meter la pelota en una canasta, sino de lanzarla fuera lo más rápido posible.
La pelota es algo que no quieres ver en ti: una culpa antigua, un miedo soterrado, una herida no sanada. Y sin darte cuenta, la pasas.
“Toma tú este sentimiento, esta incomodidad, porque no lo soporto en mí.”
Y el otro, sin saberlo, te la devuelve.
“No, esto es tuyo. Tú fuiste el que falló.”
Y así se van lanzando la pelota una y otra vez, en un juego donde no hay ganadores. Solo el eco de una incomodidad compartida que nadie quiere mirar, pero todos sienten.
La raíz de este juego está en una desconexión profunda. Una especie de olvido interior que nos hace creer que estamos separados de algo esencial, de un centro, de una fuente segura. Y desde ese olvido, proyectamos todo lo que nos duele hacia el exterior, esperando que allá fuera se resuelva lo que solo puede sanar adentro.
Cada pase de pelota, cada pensamiento que dice “ella me hace sentir así” o “él me provoca esto”, es un intento de quitarnos de encima lo que creemos intolerable. Pero al hacerlo, perpetuamos el juego.
Como cuando alguien nos interrumpe y sentimos la urgencia de “corregirle su energía”, cuando en realidad solo queremos que deje de tocar una tecla que ya estaba medio desafinada en nuestro piano emocional.
Y si no lo lanzamos como una pelota, lo contenemos como una bomba. Porque a veces no hay juego visible, ni palabras lanzadas, ni gritos. Solo el tic-tac interno de una emoción acumulada que no sabemos cómo desactivar.
Esa bomba lleva años armándose. La cargamos desde la infancia, la alimentamos con creencias, la reforzamos con miedo. Y aunque no explote de inmediato, sentimos que en cualquier momento puede hacerlo.
Alguien dice algo que nos recuerda una vieja herida. Alguien no responde como queríamos. Alguien no ve nuestro esfuerzo, no reconoce nuestra intención. Y entonces, sin darnos cuenta… la bomba estalla.
Pero en lugar de explotar en nuestro interior, buscamos rápidamente a quién culpar por la explosión.
“Él me hizo enojar.”
“Ella me hizo sentir menos.”
Una vez más, proyectamos. Lanzamos hacia afuera lo que no queremos reconocer adentro. Solo que esta vez, no fue una pelota: fue una granada emocional.
Sin embargo, existe una posibilidad distinta. Una forma de detener el juego sin perder. Una mirada más honesta, más amable. Una forma de ver que el otro no es la causa, sino el espejo.
Que la pelota no nos fue lanzada: la traíamos en las manos desde antes.
Perdonar, entonces, no es justificar lo que pasó, ni minimizar lo que sentimos. Es dejar de sostener la idea de que el otro es el origen de nuestra herida. Es volver a mirar hacia dentro, con ternura, y recordar quiénes somos sin esa herida.
Y entonces, ocurre el milagro: la pelota desaparece. La bomba se desactiva. Y la paz que parecía imposible se vuelve real.
Ahora bien, sería fácil pensar que este asunto de las proyecciones solo aplica a lo que nos molesta. Pero no. Somos más creativos que eso. También proyectamos lo que nos encanta.
Cuando vemos en alguien una cualidad que admiramos —su calma, su seguridad, su manera de hablar en público sin tartamudear ni decir “ehhh”— lo que hacemos muchas veces es proyectar. No porque esas cualidades no existan, sino porque las vemos fuera de nosotros, como si hubieran nacido con un don que a nosotros nos negaron al nacer (probablemente por llegar tarde a la repartición).
Decimos cosas como:
“Él me inspira.”
“Ella me da paz.”
“Estar con esta persona me eleva.”
Y aunque suene hermoso, sigue siendo una forma de decir: “Eso no está en mí. Está allá afuera.”
Pero la cosa se pone más interesante cuando la proyección se disfraza de virtud. Comenzamos a vivir obsesionados con hacer ejercicio (pero no por salud, sino por control).
Nos volvemos devotos de la nutrición perfecta, del desayuno que activa el cerebro y del ayuno que borra los pecados (y las lonjas). Armamos rutinas extremas que harían llorar a un reloj suizo. Convertimos el análisis en una forma de defensa, y la racionalización en una casa donde todo tiene explicación… menos el corazón.
Y así, sin darnos cuenta, la mente que no quiere mirar dentro se disfraza de disciplina. Y el miedo a no valer se maquilla de excelencia. Y el vacío se esconde detrás de una agenda perfectamente coloreada.
Hasta que un día nos cansamos.
Y ahí, tal vez, aparece una rendija por donde entra la luz. Nos damos cuenta de que el otro no nos está robando nada, ni dándonos nada. Que la pelota y la bomba estaban siempre en nuestras manos.
Y entonces, regresamos al centro.
Devolvemos las cualidades al único lugar donde en verdad existen: en nosotros. Ahí ya no hay necesidad de lanzar pelotas, ni de desactivar bombas. Porque nada está fuera. Todo es un reflejo de lo que está pidiendo ser amado, integrado, perdonado.
Enrique H.
"Respira y sigue con confianza."
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