top of page

Historia

  • Foto del escritor: Enrique Herrera
    Enrique Herrera
  • 29 may
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 30 may

Hay historias que pesan. Historias que, sin darnos cuenta, se convierten en una segunda piel, pegándose a nosotros como la sombra de un día nublado. No importa cuánto corramos, ahí siguen, susurrando en cada pausa, en cada decisión, en cada miedo que se siente más grande de lo que debería.


Crecí con una historia que, según yo, no escribí. Según yo, una historia que me fue dada, como una camisa de otra talla, incómoda y ajena, que usé durante años. Crecí con la percepción de no haber sido visto del todo, de haber tenido que descifrarme solo, de haber aprendido a caminar sin nadie sosteniéndome la mano. De que no hubo guías, no hubo certezas. Solo el eco de un hogar que no siempre fue refugio y la certeza de que el mundo no iba a detenerse para explicarme cómo vivir en él.


La infancia y adolescencia son territorios frágiles. Todo lo que se dice, todo lo que se calla, todo lo que se repite, se graba en la piel como una tinta invisible. Y yo crecí moldeando la sensación de que algo faltaba. No era un golpe, no era un grito. Era la ausencia de una voz que me dijera: “Estoy aquí para ti. Tienes un lugar. Puedes confiar.”


Así que hice lo que muchos hacemos cuando el ruido dentro es demasiado: lo cubrí. Lo cubrí con distracciones, con relaciones que llenaban el vacío por un instante, con la falsa pertenencia que ofrece un vaso lleno, lo cubrí con el mundo. Lo cubrí con rutina, con trabajo, con lo que fuera necesario para no mirar demasiado de cerca lo que dolía.


La escuela fue una larga caminata por inercia. La universidad, un laberinto en el que me perdí más de lo que avancé. Y el trabajo… el trabajo fue el recordatorio constante de que estaba construyendo algo sin saber si realmente quería vivir dentro de ello.


El peso de cargar lo viejo


Hay algo curioso en la manera en que arrastramos el pasado. Al principio, creemos que lo estamos dejando atrás. Creemos que si nos mantenemos ocupados, si corremos lo suficientemente rápido, si llenamos nuestra vida con suficientes cosas, él se quedará quieto, esperando en algún rincón polvoriento del ayer. Pero no es así.


El pasado no desaparece solo porque lo ignoramos. Se cuela en nuestras elecciones, en nuestros silencios, en la manera en que nos tratamos a nosotros mismos. Se cuela en los momentos en que no nos sentimos suficientes, en las oportunidades que dejamos pasar, en el miedo a pedir más de la vida.


Por años, mi historia me sostuvo en el mismo lugar. Me convencí de que la estabilidad era más que suficiente, que la vida era solo esto: un conjunto de días que se repiten hasta que, un día, se acaban.


Pero entonces pasó algo. No de golpe, no con una revelación dramática, sino con pequeños gestos, pequeñas rebeliones silenciosas contra el destino que me había contado a mí mismo.


Aprender a elegir


No hubo una epifanía. No hubo un momento exacto en que todo cambió. Pero sí hubo un cansancio profundo, una voz interna que me susurró: basta.


Y así, un día, decidí hacer algo diferente. No cambiar todo de golpe, no destruir lo que tenía, sino reconstruirme desde adentro.


Empecé por el cuerpo, porque a veces lo físico es lo primero que podemos controlar cuando todo lo demás parece inalcanzable. Descubrí la escalada, un deporte que me enseñó más sobre mí mismo que cualquier lección aprendida en un aula. La escalada me enseñó paciencia, me enseñó a sostenerme, me enseñó que caer no significa fracasar, sino aprender a encontrar una mejor ruta.


Después vino la claridad. Dejé los excesos, dejé las distracciones, dejé de correr sin dirección. Y cuando me di cuenta, también había terminado mis estudios, no solo en la universidad, sino hasta una maestría.


Pero la transformación no solo ocurrió en mi vida profesional o en mi relación conmigo mismo. Con el tiempo, construí mi propia familia. Me casé, tuve una hija y, en ese nuevo espacio, aprendí que el amor no tiene que ser incertidumbre, que la familia no es solo el lugar del que vienes, sino también el que eliges construir. Mi hogar dejó de ser un eco del pasado y se convirtió en un presente sólido, en un lugar donde las historias viejas ya no dictan lo que viene después.


El trabajo dejó de ser una simple obligación y comenzó a alinearse con algo más grande. Y, poco a poco, mi vida empezó a parecerse más a algo que elegí, y menos a algo que simplemente me ocurrió.


El arte de soltar


Soltar no es fácil. No basta con decir “ya no me importa”. No basta con pretender que el pasado no nos afectó. Soltar es un acto de valentía. Requiere mirar de frente lo que duele, reconocerlo sin negarlo, agradecerle lo que nos enseñó y luego, dejarlo ir.


A veces, dejamos ir con suavidad, como una hoja que se suelta del árbol en otoño. Otras veces, soltamos con fuerza, arrancando de raíz lo que ya no nos hace bien. De cualquier forma, soltar siempre implica confianza. Confianza en que lo que viene es mejor, en que nos sostendremos sin esas viejas historias pesando sobre nosotros.


Hoy, al escribir esto, sé que no soy el mismo que comenzó esta historia. Hay partes de mí que murieron en el proceso, y está bien. A veces, hay que dejar morir lo viejo para que nazca lo nuevo.


Dejarlo ir no significa olvidar. No significa borrar lo que pasó ni pretender que no dejó huellas. Significa mirarlo de frente, reconocerlo, agradecer lo que enseñó y después, soltarlo.


Porque la vida no es lo que nos hicieron, ni lo que nos pasó. La vida es lo que elegimos hacer con ello.


Y hoy, yo elijo respirar y seguir adelante con confianza.


EnriqueH



 
 
 

Entradas recientes

Ver todo

Yorumlar


bottom of page